©Patricia Karina Vergara Sánchez
pakave@hotmail.com
La cama rechina cuando se
libera del peso del cuerpo grande y fuerte de Hortensia. Ella se frota los ojos
lindos, color miel, brillantes, de pestañas largas que enmarcan una mirada
alegre, como de niña inocente. Se cubre con un chaleco grueso de lana para
proteger el pecho del frío de la mañana. Le cuesta trabajo abotonar la prenda;
sus senos son enormes, pesados, frutos generosos. Con sus dedos rollizos y
toscos prende la veladora, inicia los rezos. Cuando termina su oración matinal,
se peina el cabello corto y brillante. Se persigna. Desciende desde los
dormitorios de religiosas al comedor haciendo crujir la escalera con el peso de
sus piernas.
Marita, su hermana de
congregación, está esperándola. Ya le ha servido un tazón de avena y le sonríe
haciéndole espacio en el banco al lado de la mesa.
Otras religiosas se
sientan a tomar alimentos junto a ellas. Marita, pequeña, morena, delgada y
tímida se siente dichosa al lado de su amiga. Ambas respetan la orden de
silencio en el comedor, pero sus miradas, sus sonrisas parecen una charla
animada con el entusiasmo de comenzar el día.
Cuando terminan de
desayunar, salen a trabajar en el dispensario médico.
Marita barre el espacio y
Hortensia trae las cubetas de agua que necesitan para hacer el aseo durante el
día.
Comienzan a llegar los
pacientes. A veces es tanto el trabajo que piensan que son cientos de ellos.
Los pasan al consultorio o los atienden ellas mismas en la recepción, según la
gravedad del caso, conforme van llegando. Procuran aliviar el problema de salud
o ayudar a los heridos que se presentan. En esa localidad sustentada en
yacimientos de carbón, generalmente se trata de hombres y mujeres con problemas
respiratorios, niños que se han lesionado jugando en las calles sucias y mal
trazadas o mineros lastimados haciendo su labor. Marita escucha sus aflicciones
y los trata con paciencia sin fin, dice que es indispensable curar el alma para
que sane el cuerpo.
Hortensia levanta entre
sus brazos el cuerpo de un anciano. Mientras tanto Marita sostiene con una mano
la silla de ruedas, para que no resbale y con la otra ayuda a acomodarlo. Lo
ponen sobre la mesa de exploración para que la médica que las auxilia pueda
revisarlo.
Salen del consultorio y
Hortensia mira el cabello de Marita que se despeinó en el esfuerzo. Con
ternura, suelta la cinta que sostiene el cabello de su amiga, lo alisa con
caricias suaves y lo vuelve a atar. Marita le da las gracias y le regala una
sonrisa.
Hay muchos niños en la
fila esperando atención junto a sus madres. Marita aprovecha para darle a cada
uno vitaminas de las que recientemente han llegado por donativo. Hortensia
brinca la barda de un jardín cercano y regresa con un bote lleno de duraznos
que reparte entre los pequeños.
Marita la regaña en voz
baja, le dice que no está bien robar del árbol vecino. Hortensia, socarrona, le
habla mansamente al oído:
-Recuerda que dios es amor
y todo lo perdona.
De pronto, ven llegar a
una mujer con un pequeño bebé en los brazos, está desesperada y grita pidiendo
auxilio. Ambas se acercan a ver si pueden ayudarla. El bebé al gatear había
caído desde un balcón. Lo miran inerte y frío. Marita le toma el pulso. Es
evidente que nada se puede hacer, pero el rostro de angustia infinita de la
madre las hace que la pasen inmediatamente con la médica del dispensario y
cierren la puerta al salir.
Marita se sienta en la
orilla de la banqueta. Llora quedito y Hortensia la abraza. Toma de la mano a
Marita, quien recarga su cabeza en los pechos de Hortensia. Se arrullan
mutuamente unos momentos.
-Es bueno tenernos una a
la otra-, dice Marita.
Hortensia siente la
tibieza del abrazo y le recorre el cuerpo algo parecido a una descarga eléctrica
muy suave. Seca con cariño las lágrimas de su amiga.
Cansadas, ya de noche, se
sientan en la mesa larga del comedor de religiosas. Toman té y comen galletas
en silencio. Se dan las buenas noches con voz baja cuando llegan al inicio de
la escalera para subir a las habitaciones.
Hortensia se desviste, se
pone el camisón, se mete en la cama dispuesta a dormir. Está agotada. El día ha
sido muy largo. Entonces, se le viene la imagen de Marita a la mente. Piensa en
los ojos nobles de su amiga y el pecho se le inunda de ternura. Le gusta verla
cuando se ríe frente a las travesuras de los niños que aguardan en la sala de
espera una consulta médica. Hortensia recuerda sonriendo el rostro sudoroso y
la marca de los músculos en el esfuerzo de los brazos de Marita, cuando acomoda
cajas de medicina en el dispensario médico.
La cama de Hortensia está
tibia, suave, la va llevando a la inconciencia. Antes de dejarse vencer por el
sueño no quiere olvidar sus oraciones nocturnas. Comienza su rezo: Dios
te salve… pero, su mano parece cobrar vida propia. Se desliza
lenta, mimosa, por su cuerpo. Levanta la tela del camisón para dormir. Llega a
su vulva y la acaricia con sus dedos gruesos. Su vulva que se abre poco a
apoco, se humedece. Con dos dedos encuentra su clítoris hinchado y se masturba
dulcemente. María, llena eres de gracia....
Piensa en el olor del cabello despeinado de su amiga en la tarde, cuando
cerraban el dispensario. Bendita tú eres entre todas las
mujeres. Marita tiene esos senos firmes que se adivinan bajo su
blusa. La religiosa intenta no distraerse y retomar: Bendita
tú eres entre todas las mujeres... La tela de la falda de Marita se
pliega a sus caderas cuando va andando. Marita, Marita hermosa, Marita gentil, Marita, Marita. Con los dientes apretados: ¡Bendito es el fruto de tu vientre, mujer!
Cuando estalla, Hortensia queda suspendida en el tiempo, con los ojos apretados y la sonrisa en los labios. ¡Santa María, Santa Marita, Santa, Santa y bendita!…
Cuando estalla, Hortensia queda suspendida en el tiempo, con los ojos apretados y la sonrisa en los labios. ¡Santa María, Santa Marita, Santa, Santa y bendita!…
Hortensia al fin logra
dejarse llevar por el sueño con un suspiro alegre, esperando que sea el día
siguiente para ir al comedor y encontrar a Marita que, sonriente, le va a
esperar con una taza de té en la mano.