miércoles, 26 de enero de 2011

HORTENSIA


©Patricia Karina Vergara Sánchez

pakave@hotmail.com
La cama rechina cuando se libera del peso del cuerpo grande y fuerte de Hortensia. Ella se frota los ojos lindos, color miel, brillantes, de pestañas largas que enmarcan una mirada alegre, como de niña inocente. Se cubre con un chaleco grueso de lana para proteger el pecho del frío de la mañana. Le cuesta trabajo abotonar la prenda; sus senos son enormes, pesados, frutos generosos. Con sus dedos rollizos y toscos prende la veladora, inicia los rezos. Cuando termina su oración matinal, se peina el cabello corto y brillante. Se persigna. Desciende desde los dormitorios de religiosas al comedor haciendo crujir la escalera con el peso de sus piernas.

Marita, su hermana de congregación, está esperándola. Ya le ha servido un tazón de avena y le sonríe haciéndole espacio en el banco al lado de la mesa.

Otras religiosas se sientan a tomar alimentos junto a ellas. Marita, pequeña, morena, delgada y tímida se siente dichosa al lado de su amiga. Ambas respetan la orden de silencio en el comedor, pero sus miradas, sus sonrisas parecen una charla animada con el entusiasmo de comenzar el día.

Cuando terminan de desayunar, salen a trabajar en el dispensario médico.

Marita barre el espacio y Hortensia trae las cubetas de agua que necesitan para hacer el aseo durante el día.

Comienzan a llegar los pacientes. A veces es tanto el trabajo que piensan que son cientos de ellos. Los pasan al consultorio o los atienden ellas mismas en la recepción, según la gravedad del caso, conforme van llegando. Procuran aliviar el problema de salud o ayudar a los heridos que se presentan. En esa localidad sustentada en yacimientos de carbón, generalmente se trata de hombres y mujeres con problemas respiratorios, niños que se han lesionado jugando en las calles sucias y mal trazadas o mineros lastimados haciendo su labor. Marita escucha sus aflicciones y los trata con paciencia sin fin, dice que es indispensable curar el alma para que sane el cuerpo.

Hortensia levanta entre sus brazos el cuerpo de un anciano. Mientras tanto Marita sostiene con una mano la silla de ruedas, para que no resbale y con la otra ayuda a acomodarlo. Lo ponen sobre la mesa de exploración para que la médica que las auxilia pueda revisarlo.

Salen del consultorio y Hortensia mira el cabello de Marita que se despeinó en el esfuerzo. Con ternura, suelta la cinta que sostiene el cabello de su amiga, lo alisa con caricias suaves y lo vuelve a atar. Marita le da las gracias y le regala una sonrisa.

Hay muchos niños en la fila esperando atención junto a sus madres. Marita aprovecha para darle a cada uno vitaminas de las que recientemente han llegado por donativo. Hortensia brinca la barda de un jardín cercano y regresa con un bote lleno de duraznos que reparte entre los pequeños.

Marita la regaña en voz baja, le dice que no está bien robar del árbol vecino. Hortensia, socarrona, le habla mansamente al oído:

-Recuerda que dios es amor y todo lo perdona.

De pronto, ven llegar a una mujer con un pequeño bebé en los brazos, está desesperada y grita pidiendo auxilio. Ambas se acercan a ver si pueden ayudarla. El bebé al gatear había caído desde un balcón. Lo miran inerte y frío. Marita le toma el pulso. Es evidente que nada se puede hacer, pero el rostro de angustia infinita de la madre las hace que la pasen inmediatamente con la médica del dispensario y cierren la puerta al salir.

Marita se sienta en la orilla de la banqueta. Llora quedito y Hortensia la abraza. Toma de la mano a Marita, quien recarga su cabeza en los pechos de Hortensia. Se arrullan mutuamente unos momentos.

-Es bueno tenernos una a la otra-, dice Marita.

Hortensia siente la tibieza del abrazo y le recorre el cuerpo algo parecido a una descarga eléctrica muy suave. Seca con cariño las lágrimas de su amiga.

Cansadas, ya de noche, se sientan en la mesa larga del comedor de religiosas. Toman té y comen galletas en silencio. Se dan las buenas noches con voz baja cuando llegan al inicio de la escalera para subir a las habitaciones.

Hortensia se desviste, se pone el camisón, se mete en la cama dispuesta a dormir. Está agotada. El día ha sido muy largo. Entonces, se le viene la imagen de Marita a la mente. Piensa en los ojos nobles de su amiga y el pecho se le inunda de ternura. Le gusta verla cuando se ríe frente a las travesuras de los niños que aguardan en la sala de espera una consulta médica. Hortensia recuerda sonriendo el rostro sudoroso y la marca de los músculos en el esfuerzo de los brazos de Marita, cuando acomoda cajas de medicina en el dispensario médico.

La cama de Hortensia está tibia, suave, la va llevando a la inconciencia. Antes de dejarse vencer por el sueño no quiere olvidar sus oraciones nocturnas. Comienza su rezo: Dios te salve… pero, su mano parece cobrar vida propia. Se desliza lenta, mimosa, por su cuerpo. Levanta la tela del camisón para dormir. Llega a su vulva y la acaricia con sus dedos gruesos. Su vulva que se abre poco a apoco, se humedece. Con dos dedos encuentra su clítoris hinchado y se masturba dulcemente. María, llena eres de gracia.... Piensa en el olor del cabello despeinado de su amiga en la tarde, cuando cerraban el dispensario. Bendita tú eres entre todas las mujeres. Marita tiene esos senos firmes que se adivinan bajo su blusa. La religiosa intenta no distraerse y retomar: Bendita tú eres entre todas las mujeres... La tela de la falda de Marita se pliega a sus caderas cuando va andando. Marita, Marita hermosa, Marita gentil, Marita, Marita. Con los dientes apretados: ¡Bendito es el fruto de tu vientre, mujer!
Cuando estalla, Hortensia queda suspendida en el tiempo, con los ojos apretados y la sonrisa en los labios. ¡Santa María, Santa Marita, Santa, Santa y bendita!…

Hortensia al fin logra dejarse llevar por el sueño con un suspiro alegre, esperando que sea el día siguiente para ir al comedor y encontrar a Marita que, sonriente, le va a esperar con una taza de té en la mano.




DANIELA



©Patricia Karina Vergara Sánchez

pakave@hotmail.com

Dormíamos muy juntas en una tienda de campaña en el jardín. Sacábamos la cabeza, veíamos el cielo, contábamos nuestros secretos y masticábamos Frutygum de sandía. Al otro día despertábamos encogidas, abrazadas y con el frío haciéndonos doler los tobillos, pero felices por la noche compartida. Vivíamos una en la casa frente a la casa de la otra. Teníamos 10 años, y ella poseía los ojos más grandes y la pinta de niño más adorables que puedan ser imaginados.

Daniela, Dany. Cuántas burlas padeció cuando los otros niños de la calle nos cachaban trepadas en los árboles y le gritaban marimacha, tortilla, manflora.

Un día, queriendo protegerla del maltrato, le ofrecí prestarle uno de mis vestidos ¡Nunca debí hacerlo! Ella se puso roja, furiosa. Se enojó tanto conmigo que tuve que regalarle un oso de peluche y darle muchos besos y abrazos para consolarla, decirle que en pantalones siempre se veía más guapa y abrazarla un rato muy largo para que se le pasara el enfado.

En invierno jugábamos dentro de mi casa. El juego suponía que ya éramos mayores. Como nadie podía vernos ni molestarnos dentro de las habitaciones, jugábamos a que ella se llamaba Daniel y era mi novio. Nos dábamos besitos suaves, rápidos, cortitos, apenas con la punta de los labios y temblábamos cuando nos tomábamos de la mano.

También, fumábamos unos cigarros que yo le robaba a mi mamá y nos sentíamos totalmente sofisticadas, trepadas en el barandal de la ventana para que no se impregnara el olor del humo en la habitación y entonces jugábamos a que éramos compadres. Yo me llamaba Juan y ella, Carlos.

En verano, las vacaciones eran interminables. Poníamos una colchoneta color rosa en el jardín y jugamos, por horas largas, a ser luchadoras profesionales, y era una excusa para rodar abrazadas mientras los amiguitos nos aplaudían.

Después, no me acuerdo si teníamos trece o catorce años. Ya teníamos los primeros noviecillos. Ya asistíamos a la secundaria, comenzábamos a preguntarnos cosas del estilo de si el besar embarazaba, a compararnos con envidia cuánto iban cambiando nuestros cuerpos y a presumir que teníamos unos senos de concurso, aun cuando –la verdad- apenas despuntaban.

Lo cierto es que ya estábamos demasiado grandes, pero seguíamos jugando como siempre y, aunque ya no cabíamos, seguíamos usando la vieja y descosida casa de campaña como referente irrenunciable.

Ese día me sentía muy orgullosa de mi vestido nuevo, blusa blanca y falda amplia color verde, colitas en el cabello, al tipo de Vaselina con Timbiriche, que era una obra de teatro para adolescentes que estaba de moda.

Salí emocionada, olorosa a perfume y sintiéndome la estrella de la obra; con mi cabello meciéndose al viento. Hasta caminaba despacito para permitirle admirar mi apariencia. Sin embargo, ella nada más verme puso gesto de "pero qué te ha pasado" y me dijo que me veía mejor cuando no me disfrazaba. Dolió, pero simulé que no me importó, yo usaba ya un pequeño brassiere y me sentía toda una mujer y mi mamá me había dicho que me veía di-vi-na.

Así, el dichoso vestido fue el inicio de todo. Cuando me dijo Daniela que así, vestida tan ñoña, no podría jugar a policías y ladrones, no lo pensé y, para demostrarle, me subí en mi bici-vehículo de escape mientras ella me perseguía en su bici-patrulla y, de pronto, POR SUPUESTO, mi falda se enredó y terminé presa y con una rodilla raspada.

Me limpió con su saliva el raspón. Me llevó al cuartel, la famosa casa de campaña, y me ató manos y piernas con su chamarra y una sudadera, mientras me recitaba los cargos por los cuales yo estaba detenida.

Me encontraba yo bien atada y tirada de lado en el suelo. Me ahogaba de tanta risa porque estábamos demasiado apretujadas en un espacio donde definitivamente ya no cabíamos.

Ella estaba atrás de mí. Yo no la veía, pero también escuchaba su risa.

No supe qué fue, en un segundo cambió el ambiente. Algo pasó. Un hada cruzó y nos dejó un regalo como de música suave. Ella se quedó en silencio. Yo también. Respirábamos con dificultad. Su mano, que descansaba en mi rodilla, comenzó a recorrerme muy lenta y torpemente, subió por mi muslo, llegó a mi cintura, se atoraba un poco con la tela de mi vestido. Subió mi vientre, llegó a mi seno y se quedó ahí con el tiempo detenido para ambas. Yo me quedé congelada de sorpresa. Su mano hizo, en medio del silencio, el recorrido inverso. Yo, sólo latía. Recorrió mi pierna y se tardó un siglo y, antes de llegar a la calceta blanca de mi tobillo, se detuvo.

Daniela se levantó y se fue a su casa.

Me quedé ahí. No recuerdo si realmente no podía desatarme o si continuaba congelada por la sorpresa. Mi hermano vino por mí para decirme que decía mi mamá que entrara a casa, que era hora de dormir.

El estado de choque continuó hasta que ya en mi cama me atreví a decirme, -en voz bajita, para no asustarme tanto-: ¡Qué bien se siente!

Esa noche aprendí que el amor, o el deseo, a veces no dejan dormir y que a veces se confunden y que a veces son lo mismo.

Cuando amaneció, lo primero que hice fue ir, todavía en pijama, sin dormir, pero feliz y enamorada, a buscarla.

No quiso salir a verme, ni ese día, ni nunca.

Daniela nunca más me dirigió la palabra.

De las noches subsecuentes sólo recuerdo al sueño sustituido por el diálogo interno:

¬- Me acarició, me gusta. Cada caricia me gustó, cada contacto me gustó. Ella no me habla, me duele, pero...sí no hice nada ¿No hice nada? Me gusta ¿Me gusta? Me acarició, no me quiere, pero sí me quiere. ¿La quiero? ¡¿Para qué la quiero?!...Duele...Me gusta...Duele...Duele...hasta el infinito.

Entre los demás niños, y adultos corrieron rumores sobre el por qué a esas que anteriormente parecían siamesas, de pronto ni se les ocurría mirarse. Había quien decía que yo le había roto un objeto. Que no, que le había perdido una tarea de la escuela o robado dinero, que lo que fuera. El consenso general era que yo la había agredido de alguna manera en la que ella no podía perdonarme.

Ella me rechazaba a cada intento de cercanía.

La sensación de injusticia me corrió de esos rumbos en un par de meses. Comencé a recorrer otros caminos, a conocer otra gente. A crecer un poco, también.

Aun cuando se casó muy joven, ella siguió viviendo en casa de sus padres, siempre.

Aun cuando yo me fui muy pronto, regresé de múltiples veredas. Incluso me quedé a vivir en la casa de los míos las temporadas de banca rota. De modo que, de una u otra manera, la seguí viendo a distancia al paso de los años.

Ella con su primer novio que luego fue su único esposo. Con su hija, preciosa.

Yo muy joven amando primero a hombres, y luego amando a mujeres. A una o a muchas a la vez. Yo, en boca de los vecinos y en el suplicio de mi madre. Me etiquetaron de todo: Yo, la loca. Yo, la fácil. Yo puta. Yo renegada. Yo lesbiana. Yo, de nuevo, loca. Pese a todo, aprendí a ser feliz.

Entre esos ires y venires, el encontrarla, era un cuadro surrealista que me inquietaba, pero que era difícil de evadir: Daniela regando su jardín, pintando su casa, regañando con el marido. Siempre fija, irrenunciable, siempre inaccesible, con un gesto que no le podía comprender, un tanto amargo.

A pesar del paso del tiempo, no me atrevía a dirigirle la palabra. Era el recuerdo del rechazo que, por doloroso, durante esos años no pude comprender. No me atrevía a cuestionarme nada respecto a ella. Era como la espina del sin sentido que preferí dejar en los recuerdos de infancia para que no molestara en lo cotidiano.

Hoy, después de muchos meses ausente, he vuelto a visitar la casa materna.

Vengo andando. En el fondo de la calle está Daniela. La veo inclinada arreglando la rueda de una bicicleta, viste un pantalón deportivo y sudadera, ambos color azul marino. Parece como si el tiempo hubiese regresado. Al escuchar mis pasos levanta el rostro. Sigue teniendo la pinta de niño y los ojos más hermosos que he visto. Sin pensarlo, se me sale una sonrisa. Cuando me doy cuenta de lo que he hecho, me aterrorizo de mi gesto involuntario y se me congela esa sonrisa. El estómago se me hace un nudo del susto. Entonces, ocurre el milagro:

Ella cambia el gesto y me sonríe también. Algo me tiembla, no sé bien qué, en no sé dónde. Me acerco caminando y ella se incorpora alegre. Yo estrecho la mano que me tiende y apenas tartamudeo con la pregunta tonta de cómo ha estado. Dany hace más amplia su sonrisa, me abraza muy fuerte, con un cariño inesperado y escucho su voz, casi carcajada en mi oído:

-Me acabo de divorciar.

Se aleja un poco y me mira a los ojos, invitadora, y sin dejar de sonreír.


PER-VER-SA


©Patricia Karina Vergara Sánchez

pakave@hotmail.com


Fue corriendo a poner el cerrojo a la puerta de la bodega, para que nadie pudiera abrirla de improviso. Después, Lidia se dejó caer en el sofá viejo que había en un rincón, atrás de una muralla hecha con cientos de libros que alguien había apilado, tal vez durante años.

A su piel desnuda y sudorosa se adhirió de inmediato gran cantidad del polvo que almacenaba el mueble maltrecho. Juana estaba también desnuda y la miraba fija y atentamente, como gata dispuesta a saltar.

Lidia cerró los ojos cuando se acercó su compañera, suspiró ansiosa ante las primeras caricias de Juana. A pesar de todo, tenía miedo a dejarse llevar pues sabía lo que pasaría de un momento a otro. Era su filia muy particular y a veces causaba desconcierto en sus amantes. Sin embargo no podía evitarlo. Algo, alguna vez había ligado de forma indisoluble la musicalidad de las palabras y su deseo erótico, tan estrechamente que surgían de sí y no podía contenerlo. Cuando las caricias de Juana la estremecieron, comenzó la reacción que ya esperaba:

En su mente aparecieron letras en color negro que iban delineando la palabra "Con-cu-pis-cen-cia". Lidia saboreó para sí cada grafía, las disfrutó como quien va comiendo a pequeños mordiscos su manjar favorito.

-Con- cu-pis-cen-cia.

Su fantástico archivo mental le mostró una referencia inmediata: 

Diccionario de la lengua española 2005 f. Apetito desordenado de placeres sensuales o sexuales. Ejemplo: se abandonó al vicio y la concupiscencia.

Soy concupiscente, pensó Lidia, y lo gozó.

Abrió los ojos y abrazó a Juana que se acercó más a ella para después, tomando a Lidia por los hombros, inclinar el rostro y comenzar a lamer el pezón de su seno izquierdo con apetito, con deseo, con lujuria recién descubierta.

Juana no podía creer lo que estaba haciendo. Sobre todo, no podía comprender que disfrutara tanto hacer algo que nunca habría imaginado. 

Se dijo: -Bueno, sólo estoy probando, sólo estoy experimentando. Todo se debe a estas vacaciones estropeadas en este pueblo perdido. Es el calor que me ha trastornado. Seguramente, es algo en el agua de este lugar, que debe estar contaminada y me hace actuar así, tan loca. No quiere decir que he cambiado de gustos. Todo tiene una explicación, vamos, es sólo por probar, luego no lo haré de nuevo. Es esto un experimento, casi con fines científicos-. Trataba de tranquilizarse a sí misma.

En tanto, se aferraba al pezón con la boca hambrienta, al tiempo que llenaba su mano temblorosa con el peso firme y dulce del seno derecho de Lidia. Mientras ésta, que recorría con sus manos el cabello y la espalda de Juana, gemía muy suave e hilvanaba en su mente otras palabras que le resultaban particularmente apetitosas:

-Vo-lup-tu-o-si-dad-, y suspiraba mientras la mano de Juana descendía por su costado hasta llegar al inicio de sus caderas.

Juana besaba el cuello de Lidia, aspirando profundamente el aroma de la mujer que enredaba sus piernas tibias entre las suyas. Juana era su propia espectadora, como incrédula de su propio placer, de sus propias sensaciones, como mirándose a lo lejos en la proyección de un película extraña a ella misma. Nunca había creído poder apetecer tanto a una mujer, pero, en ese momento sentía entre sus muslos correr ríos que daban testimonio de ese deseo incontenible.

Lidia y Juana, entrelazadas; la piel cubierta de sudor, polvo y caricias; el aroma a humedad y a los viejos libros amontonados en la bodega; la boca de una buscando la boca de la otra.

Se olvidaron del miedo a que alguien apareciera de improviso y las descubriera.

Juana dejó de preocuparse. Se entregó al placer de todos sus sentidos. Aprendía embelesada ese juego de espejos que Lidia le mostraba. Parecía invitarla a una especie de danza misteriosa, en donde cada movimiento debía tener la reciprocidad justa en sensaciones y gestos. Una podía lamer despacio hasta hacer gemir a la otra y la otra acariciaba hasta hacer temblar a la una.

Lidia, los ojos cerrados, musitaba en voz muy bajita las sílabas que su mente tramaba como imágenes de su deseo. Sonidos que Juana percibía como un conjuro mágico:

-Lu-ju-ria, lú-bri-ca, im-pu-di-cia.

Juana, deseosa de aprender de ese sortilegio, comenzó a repetir el encantamiento:

-Lu-ju-ria; lú-bri-ca; im-pu-di-cia.

Lidia, abrió los ojos fascinada, incrédula. Nunca antes, alguien con quien hubiese compartido sus abrazos, había reconocido y repetido la musicalidad de algunas palabras. Así, en lugar de concatenar sílabas en su mente, centró su mirada en los labios color rojo intenso de la mujer que pronunciaba al ritmo de sus sensaciones.

Lidia, por puro probar, provocó a Juana mientras danzaban:

-Obs-ce-ni-dad -, murmurando apenas con sutil aliento.

Juana respondió:

-Obs-ce-ni-dad -, casi divertida, mirando a los ojos de Lidia, que ensayó de nuevo:

-Per -ver-ti- da.

Juana, pausando el ritmo de su propio cuerpo y desafiando un poco a su maestra, repitió en voz alta y con tono de urgencia:

-Per-ver-ti- da.

Lidia aceptó el desafío:

-Ca-pri-cho.

La respuesta:

-Ca-pri-cho-sa.

Entonces, Lidia guió su cintura hasta hacer corresponder sus cuerpos en el centro exacto de sus deseos y le mostró a Juana cómo hacer ondular su cuerpo. Cuerpos ondulantes, cuerpos ondulando.

-Pe-ca-do.

-Pe-ca- do- ra.

-In-mo-ra-li-dad.

-In-mo-ral.

Cuerpos estremecidos, cuerpos estremeciéndose.

-Or-gás-mi-ca.

-Or-gas-mo.

-¡Qué rico! –, suspiró Lidia

-¡De-li-ci-o-so! –, declaró Juana victoriosa.

La dueña de la librería, que volvía de las dos horas -tres y media en realidad- que se tomaba para comer y luego hacer la siesta, encontró la puerta de la bodega abierta y a ellas ya vestidas, pero todavía en el sillón y muy cerca una de la otra. Les sonrío sin malicia, preguntándoles qué se les ofrecía.

Ellas se enredaron tratando de dar explicaciones. Habían entrado por casualidad a ese lugar casi al mismo tiempo, buscaban algún libro para entretenerse en aquel pueblo que las tenía atrapadas un par de días. A Juana por un encargo laboral, a Lidia como parte de un viaje que hacía para olvidar un amor ingrato.

Una persona del pueblo que pasaba por la calle frente a la librería les había explicado que en dos largas horas, que a veces se volvían tres o cuatro, nadie las atendería, pero, las invitó a revisar el material que estaba a la venta por si algo les interesaba, aun cuando esos libros hacía muchos años que no interesaban a nadie.

Un poco frustradas decidieron esperar a que alguien apareciera para atenderlas o a que disminuyera el sol quemante del medio día y pudieran marcharse, lo que ocurriera primero. También, optaron por refugiarse tras una pared de tabla roca, en el fondo fresco del lugar, en donde estaba la bodega.

Comenzaron charlando de la pasión que Lidia tenía desde niña por los diccionarios y su afición por las palabras y sus significados, luego hablaron un poco de sus vidas, se fueron acercando y…

La dueña de la librería, impaciente y poco deseosa de conocer la historia, las interrumpió y les preguntó si en esas horas habían logrado encontrar algo que les resultara de interés.

Se miraron con un poco de culpabilidad y sin saber qué decir. Cada una tomó un ejemplar cualquiera que encontró al alcance de la mano y lo colocó en el mostrador. Miraban hacia el piso, deseando que les envolvieran pronto el Manual de Carpintería de 1983 y las Consideraciones Botánicas Universales de 1990, para poderse marchar a toda prisa.

De pronto a Juana le llegó la inspiración:

– Perdone, ¿tendrá diccionarios?

-¿Diccionarios? Creo que sí, en aquel estante, aunque no son muy actualizados, están completos y en muy buenas condiciones-. Respondió la dueña, esperanzada de hacer otra venta.

-No importa, no importa. Siempre se podrán encontrar palabras interesantes-. Agregó Juana:

- Si Lidia quiere, puede acompañarme al hostal en que me alojo a revisar algunos ejemplares y así no se aburriría tanto.

Lidia la miró con los ojos muy abiertos y preguntó:

-¿Cuántos diccionarios distintos hay en la librería?

-Tal vez 7 u 8-, les informó la vendedora.

-Démelos, démelos todos-, pidió Juana.

Mientras la dueña, muy satisfecha, colocaba en bolsas los diccionarios recién adquiridos, Lidia miraba a Juana y ambas sonreían.


*imagen tomada de melodypaznovelas.blogspot.com